viernes, 24 de agosto de 2007

Así pensaba la última mujer que tuvo autoridad sobre los hombres del pueblo de los Onas...


Siempre tuve el honor y el privilegio de servir a mi familia y a mi pueblo. Mi trabajo, aunque arduo y pesado, me hacía feliz. Temprano, al alba, me levantaba y encendía el fuego para que mi familia lo conservara encendido el resto del día. Minutos después, salía de mi choza, dejando a mis hijos y a mi esposo, quien se encargaba de las tareas domésticas. Llevando mi lanza, mi arco y flechas iba con mis compañeros en busca de grandes animales para cazar; así como también de frutos para recolectar y compartir con la tribu. Luego de la caza y de la recolección, volvíamos para comer algo, y entonces nos dedicábamos a las tareas de reparación de las viviendas que hubiese que reforzar; ya que el viento sur es muy fuerte y muchas veces se volaban nuestras chozas.

Más tarde, cuereábamos los animales que habíamos cazado esa mañana y ordenábamos a los maridos que los preparaban para su conservación. Así, llegaba la hora de la cena, momento de descanso para nosotros, en el que nuestros esposos nos servían y nuestros hijos nos divertían con sus ocurrencias. Pero, un día, nuestros hombres se rebelaron. Pensaron que sus tareas hogareñas eran mucho más pesadas que las nuestras y quisieron cambiar los roles. Nuestra intención era seguir así porque creíamos lo contrario y hubo muchas discusiones. Como no llegamos a ningún acuerdo nos amenazaron y poniéndose unas horribles máscaras nos persiguieron y exterminaron. Siento pena por esa forma de proceder de nuestras parejas porque nosotros teníamos la mejor intención de cuidarlos y protegerlos haciendo que se quedaran en casa, a cargo de tareas sencillas, al lado del fueguito, sin correr graves peligros frente a animales peligrosos.

No puedo creer que tanto amor y dedicación haya sido tan mal pago. Seguramente nuestras hijas no sabrán todo esto y se someterán a la autoridad de los hombres.

Rocio MORA
2° 2° T.T