viernes, 21 de noviembre de 2008

CAMINO AL CIELO


Ocho años y un gran corazón. Así era Quimey, el chico de pelo ondulado y castaño, con su sonrisa siempre flamante y sus ojos vivos; que abrazaba a cada mascota que se encontraba. Era su rasgo característico: un abrazo para cada animal. La mirada de sus padres no parecía complacida; no por maldad, sino por temor a que alguno lo atacase. Por eso, para su cumpleaños numero 9, decidieron regalarle un perrito. Bonito era casi un peluche, con orejas paradas y su cola meneando. Quimey saltó de alegría al ver su regalo ¡Nada más adecuado para él! Esa misma tarde, salió a comprarle un collar y una correa, y la comida, y los juguetes, y todo lo que se ocurrió que podría necesitar.
El cachorrito corría por la casa, saltaba en las camas, rompía zapatos y se entusiasmaba cuando llegaba la hora de cena, que era cuando le tocaba ir a pedir comida a su dueño. Ambos eran felices el uno para el otro. Cuando Quimey debía ir a la escuela, Bonito lloraba. Pero volvía a recobrar su entusiasmo cuando, al mediodía, volvían a encontrarse.
Él y su perrito crecían a la par, como si fuesen hermanos. Festejaron el 11º cumpleaños del niño con un picnic en el bosque, así Bonito podría correr ardillas y jugar con las palomas. Volvieron a su casa a las nueve, y como era verano, había claridad. Se acostaron con una enorme sonrisa.
Sin embargo, a la mañana siguiente, Quimey despertó afiebrado. Los ojos le brillaban y su aspecto alegre de siempre, no era el mismo. Sus padres lo llevaron de inmediato al hospital, en donde lo dejaron internado. Le practicaron varios estudios, sin resultados aparentes. Estaba en una cama, con una palidez no muy común en él, enormemente caído y triste. Luego de horas de incertidumbre le diagnosticaron una infección en los pulmones, agigantada, posiblemente, por una alergia no detectada. Fue un golpe duro admitir que podía ser alérgico a Bonito. Según los doctores, para su total recuperación al salir del hospital, debería alejarse del perro, tal vez, para siempre. Quimey no quería aceptar eso. No quería separarse de su mejor amigo, por más que eso significase no recuperarse nunca. Con un nudo en la garganta, sus padres y los médicos trataron de convencerlo, inútilmente. Él estaba empeñado en seguir conservando a Bonito, a cualquier costo.
Tras largas semanas inacabables, Quimey regresó a casa, en donde su perrito lo esperaba con un entusiasmo increíble. A pesar de todo, el niño no era cauteloso cuando se trataba de jugar con su mascota; por más que los padres trataran de alejarlos un poco, solo por prevención.
Él volvió a ser feliz junto con su mejor amigo.
Pero eso duró tres meses. Quimey enfermó otra vez. Vivieron la misma situación otra vez, y tras otros tres meses, otra y otra vez. El pobre niño enfermaba frecuentemente. Era esencial que se separase de su perrito para poder salir de esa, pero “no podía dejar de lado a un amigo verdadero”.
Aguantó hasta cumplir los trece. Su vida estaba llegando al final y nada podía salvarlo. Sus padres, sabiéndolo, le llevaron a Bonito, para que lo viera por última vez. El animalito ya no meneaba la cola ni movía el hocico, estaba sumamente triste. Parecía comprender la gravedad de la situación, así que, con su mejor remedio, le dio un lengüetazo en la cara a su dueño. Quimey intentó sonreír, pero ni fuerzas tenía. Solo pudo acariciarle el lomo y susurrar: “Viví todos estos años gracias a vos. No hubiera sobrevivido si te hubiera perdido. Gracias por darme tu amistad…”
Su mano se cerró sobre el pelo de Bonito, que seguía lamiendo su brazo. Desde ese día, el perrito no fue el mismo. Estuvo triste y deprimido; hasta que decidió, por fin, que tenía que reencontrarse con su amigo…

Ailén Acebey